De niña odiaba la hora de la siesta, como le pasa a todos los niños. De una a cinco, calladitas en el cuarto, decía mi madre. ¡Mierda! Pensaba yo. Probablemente no era con esa palabra, porque me volví más boca sucia de adolescente. 

Cinco menos cinco estábamos con mis hermanas agazapadas para levantarnos y salir a jugar. Pero los domingos la espera era casi insostenible, sabíamos que cinco y diez pasaban por casa mis tíos y mis primos, y junto con ellos, mi madre y mis hermanos nos íbamos a la playa de la panorámica. El camino, que serían unas quince o veinte cuadras, era una aventura en sí misma. 

La primera parte era atravesar el puente que pasa por arriba del arroyo Laureles. Si bien para cualquier persona esto podía implicar algo simple y cotidiano, a mí me pasaba algo profundo cuando cruzaba por allí. Seguramente tenga que ver conque uno de los primeros recuerdos que tengo es la tapa de mi vaso favorito cayéndose al arroyo. Ahora que pienso, mi primera pérdida fue allí. Cada vez que pasaba por el puente miraba esa masa de agua marrón que venía del Río Uruguay y se estrechaba para adentrarse en la ciudad, y sentía como un ahogo. Había escuchado que era profundo el arroyo, había escuchado que mi abuelo andaba con sigilo en su canoa porque era peligroso descuidarse, y había escuchado que mi tío había muerto cuando se dio vuelta su canoa cerca de allí. Nunca lo conocí a mi tío, sólo sé que alguna vez me dijeron que tengo unos ojos parecidos a los de él. Puede ser que las palabras de mi abuelo, la canoa yendo lento, los ojos de mi tío, y los cuentos de la profundidad, se hayan condensado en la tapa de mi vaso. De otra forma no se explica la angustia que me genera ese recuerdo. El de mi primera pérdida.

Superada esa parte, empezaban las corridas, los saltos, tirarnos alguna piedrita, y los gritos de mi madre y de mi tía, ¡cuidado la calle chiquilines!. 

El trayecto por el Anglo era un viaje a otra época, mucho no entendía lo que representaba ese lugar, pero sabía lo que me habían enseñado en la escuela: se habían matado vacas para exportarlas, hacían corned beef y extracto de carne. Lo que todavía no lograba dimensionar era que las vacas que habían matado ahí, había sido para alimentar a gente que se estaba matando como vacas para defender las chanchitas de unos pocos, lejanos, muy lejanos. El Anglo tenía ese misterio y unos cuantos más. 

Seguíamos el camino de lengua afuera subiendo esos cuestarribas, cantando algo mientras las chicharras nos hacían el coro. Bolsita en mano con los implementos necesarios: balde, palita, bronceador, toalla. La comida y la bebida la llevaban los adultos, alguna torta casera, refuerzos, jugo naranja del que se hacía con el de la botellita concentrada. Eran tiempos de vacas flacas, los noventa. 

Como tercera parte del trayecto venía la ruta panorámica, que tiene unas subidas y bajadas que ahora a la distancia las asemejo a los caminos de la búsqueda del bienestar. Se parecen en ese esfuerzo enorme que hay que hacer para avanzar unos metros, dejar el cuero y el cuerpo entero, sentir el ardor en las piernas; para después liberarlas y bajar corriendo sintiendo el aire y la adrenalina, la alegría y el sol. 

Al llegar a la playa, sentía los granitos de arena entre los dedos de los pies, el olor al río, la brisa tibia de entre los sauces. El primer zambullón era suficiente para dejar atrás todo lo vivido en el viaje, resetearnos y dar paso a la guerra de agua y las mojarritas haciéndonos cosquillas en las piernas. ¡Qué algarabía!

Hoy me sigue pasando algo parecido, con el río y el mar, cuando me acerco siento el abrazo, la calma, el reseteo. Sin embargo los arroyos me siguen inquietando, entonces pienso que quizás haya perdido algo en el arroyo, o que quizás el arroyo es una parte de mí, y otra parte es el río y otra el mar.