Gabriel Santana

(…) Alors, ô ma beauté! dites à la vermine
Qui vous mangera de baisers,
Que j’ai gardé la forme et l’essence divine
De mes amours décomposés!

Charles Baudelaire, Une Charogne (Les Fleurs du mal)

Sucedió un día lluvioso, un sábado para ser más específico.

Todos estos días he venido pensando en el hecho y he estado en un constante temblor: tengo miedo hasta de darle la espalda a la puerta de mi cuarto.

Al principio intenté no pensar en ello, pero no pude, me siento desprotegido; alguien me está vigilando mientras duermo, yo lo sé. Alguien sigue dentro de mí.

Las ojeras de mis ojos hundidos, alargados y marrones son la sospecha de que no estoy viviendo bien como antes, algo me está consumiendo y –aún- aquel momento, no me deja en paz.

Las palabras me salen sin salivas, lo único que podía ratificar un estado de “vahído de terror”. Ahora que lo pienso, esto aconteció luego de sentir esa asquerosa impresión de pegajosidad en mis pies descalzos; esa madrugada yendo al baño había pisado una larga y jugosa babosa, como de costumbre en esta casa. Para ser más exacto, de seguro, habría sido en la húmeda cocina que alquilaba con dos veteranos más.

Me recosté sobre el descanso de la cama y quise afirmar mi teoría de que todo fue un conjunto de cosas (yo diría sincretismo de terror, claro).

Para dejar de pensar un poco escribí –en su momento- un poema para liberarme, desahogarme o intentar buscar alguna explicación, sin embargo, no encontré ni siquiera una segunda pregunta al asunto, así lo cité:

Húmedo terror en aquel

parálisis de sueño.

Un alma de piedra me abrazaba

mientras me mostraba su

inexistencia y yo -como un niño asustado en un rincón- miraba su

inesperada visita.

Cita en mis sábanas.

Lloraba para estar despierto

entre la realidad y

la imaginación de su gélido abrazo muerto…

Hasta ahí pude escribir.

Nunca había dejado inconcluso un poema, era una ley personal que tenía. Desde ese entonces, mi garganta solo alude a interjecciones vagas y sin sentidos que me raspan por dentro.

Mientras mi pelo grasiento tocaba la fría pared blanca y las sábanas rosaban mis piernas depiladas, quise recordar esa siesta tan tétrica o, mejor dicho, el innombrable delirio:

Yo era el ángulo de aquella nublosa circunstancia. Era incoherente pensar que –en aquel momento- era el espectador aunque, a la vez, el protagonista penoso, delgado y abandonado en aquella cama para dos. ¿Por qué no se encontraba allí el amor de mi vida durmiendo conmigo? Escuchaba apenas el silbido de la bañera, se escuchaba placentero y otra interjección salía de mis ojos, sí de mis ojos, porque no podía pronunciar nada, me habían sacado el arte de hablar en ese sitio y solo podía quejarme en silencio y ver los sucesos que era de presenciar y sentir a la vez.

Desde aquel punto no estaba protegido ni podía observar con demasiados detalles; era como meter un ciego dentro de un laberinto. Sin embargo, por más que no esté la forma de un laberinto mis percepciones se encerraban y querían escapar.

 La habitación estaba iluminada  por la fina luz de la puerta entreabierta que había dejado el otro dueño de esta cama; mi dueño. Pese a ello, era lo bastante suficiente para no perderme de nada.

Era una cámara, concluí de un instante a otro, porque ya no estaba en el ángulo superior de la habitación sino que por arte de magia me encontraba al costado de mi “yo” porque –claramente- mi “yo” observador no era otro “yo”, era “yo” separado en alma y cuerpo, simplemente eso. Mis mismos ojos ahora me veían dormir y, por detrás de mi espalda, una línea de luz amarillenta me encandilaba la mitad de la cara, la luz revelaba el efecto de cortar y, asombrosamente, mi cuerpo absorbido por la oscuridad se dividía en dos partes.

Me hallaba arrodillado a mi lado, viendo como mi suspiro se mezclaba con los truenos de la tormenta que existía fuera de la habitación, fuera del sueño y fuera de la realidad. La naturaleza era el único conector para darme cuenta que estaba vivo y que era consciente de que en cualquier momento podía despertarme y saber que todo había sido una simple pesadilla…

La puerta comenzó abrirse y a chirriar. La luz amarilla de la cocina comenzó a funcionarse con la luz azulada casi lila que provenía de la claraboya; la tormenta se adentraba cada vez en mi habitación.

Es en ese preciso momento cuando me di cuenta que mis acciones funcionaban por separado. Es aquí donde soy el ciego de este laberinto pero, en lugar de no ver, no tenía el don de gritar o despertarme: estaba acorralado antes sus ojos negros, sus venas muertas, su pelo seco y su cuerpo escuálido de color cenizo; estaba viva y yo estaba petrificado viendo como a mi otro “yo” le costaba respirar.

Intenté –ingenuamente- despertarme y decirme que la muerte iba a dormir conmigo esta noche o que, quizás, no volvería abrir los ojos nunca más y Marcos me encuentre pálido y frío eternamente.

Comencé a llorar porque ella misma me ordenaba el sufrimiento de la inexistencia, por una muerte que, tal vez, ella tampoco deseó.

¿Por qué yo?

No había más tiempo. Sus manos gélidas con sangre seca tocaban mis sábanas y miraba la curva de mis caderas. Quería carne, quería alma; me quería  a mí. Sin poder hacer nada, me entregaba a su deseo de quedarme en las profundidades de las sábanas.

Sin darme cuenta, me pude levantar pero era una energía petrificante y oscura  que salía de mi cuerpo. Mis dientes se apretaban, estaban sellados por el odio y el dolor.

Aquel cuerpo muerto comenzó a adueñarse de mi existencia, de mi cuerpo joven sobre el colchón. Notaba como miraba mis lunares para arrancármelos y comerlos. Mi cama era su propio averno y yo era sangre viva.

La habitación tenía una neblina espesa, la luz no existía y el amor era el mito más irreconocible. Me sentía solo y, claramente, mi otro “yo” buscaba el abrazo de Marcos.

¿La bañera había parado o todo estaba completamente muerto y mudo?

Ella sabía que, de alguna forma, la estaba ojeando.

Comenzó a meter su mano dentro de mi boca y sentí por dentro y fuera como me consumía la tristeza, la maldad, la rabia, la hipocresía y la impotencia de los muertos; estaba convirtiéndome en uno de ellos.

Ahora que lo recuerdo, en aquella tarde grisácea, un rayo impactó sobre la realidad y la luz se hizo azul en mi habitación por medio de la claraboya del otro cuarto. Fue donde nos asustamos los tres y ella me apretó y abrazó fuerte. Desperté en un estado de frío, paralizado y con la sensación de que había alguien por detrás pero no, no había nadie. Solo se encontraba la brisa que provenía de la puerta y chocaba contra mi espalda desnuda y rígida en la sustantividad.

Como si estuviera en el edén, Marcos apareció con el pelo mojado y yo abría mis ojos mojados también. Cuando tiró la toalla empapada al suelo, le dije:

-Abrázame –recordé que le dije sin poder moverme.

-¿Qué sucede? –se había acercado desconcertado.

-Solo abrázame. Tuve una pesadilla.

Cuando me abrazó fue como si la existencia de un tercer “yo” se alejara bendecida y ya no sintiera esa lucha interna de saber quién estaba allí. Sus labios mojados sobre mi hombro me hicieron dar cuenta que estaba vivo y todo había sido una parálisis de sueño.

En el momento que toqué uno de sus pies supe que había cometido el mismo error, había pisado una estúpida babosa de la cocina.

Montevideo, 2018 (fragmento de una novela)