Diego Silva

¿Ha escuchado alguna vez a una madre llorar a su hijo? Es primitivo. La evolución humana desarmada en un alarido. No hay nada contemporáneo en esos gritos. La vergüenza, la inhibición, estarse callada, nada de eso. Pueden pasar horas—ocho, nueve, doce— llorando, parar a veces entre visita y visita, y al abrirse otra vez la puerta del velatorio—no importa quién ingrese— se desata de nuevo el lamento. Quedarse sin voz e igual continuar gritando, cuando sacaron de sí todo el sonido, pero no toda la tristeza. El padre llora en silencio, recatado, se enoja, desea probarse en pugilismo con Dios, le gana y su hijo sigue muerto en un cajón. En ocasiones lloran igual que las madres, pero por menos tiempo. Usted podría, ante esta situación y si no carece de cierto grado de curiosidad, intentar calificar los llantos. Decidir cuál es mejor, cuál es el llanto verdadero, obviamente de forma hipotética y sin querer acusar a nadie de zombie filosófico en pleno duelo.
A la vista de que el llanto no solo cumple una función biológica, sino, por el contrario, primordialmente social, dirimir estos aspectos no es tarea sencilla. Por ser parte del lenguaje, una estructura que cambia de acuerdo al contexto cultural, según Chomsky (Vygotskii, 1987), podría inferirse que el llanto, como la lengua, es interno, individual e intencional. Arribado este punto usted podría dar por saldada la discusión aseverando que no hay comparación válida posible entre estas individualidades, pero supongamos por un momento que a usted Chomsky le parece un charlatán. Esto significaría que tiene entre manos un escollo latente y con infinitas caras que enfrentar. Por ejemplo: en la situación del primer párrafo podría arrancar por discriminar el llanto de mujer del llanto de hombre (léase acá y para siempre, “mujer” y “hombre” como roles de géneros históricamente asignados, i.e: prácticas discursivas y corporales a través de la que la persona adquiere entidad social, si se quiere, en términos de Butler y/o Preciado según suscriba). Algunos estudios que no voy a citar han intentado demostrar que la testosterona inhibe el llanto mientras que la prolactina lo estimula: queda impenetrable la fortaleza de los aliados, pueden no llorar sin culpa y seguir anhelando en secreto tersuras hialurónicas. En el caso de que sea usted mismo un aliado, en primer lugar asumase demodé, y en segundo, deberá ser ya conocedor de que su no-llanto es peor que cualquier cantidad de lágrimas derramadas por una mujer. E incluso esa mujer.
A modo de ejemplo y sin buscar cualquier parecido con la realidad: ella le dejó y ahora usted pasa cometiendo actos de estupidez: pide por favor, lee a Neruda. La ve cuando va a devolverle no sabe qué cosas y se da cuenta de la exasperación de verle en ese estado de renuncia a la dignidad, sobre todo por sus suspiros. Ella se tapa la nariz. Usted se da cuenta de que eso también es su culpa y se lo dice, y aparecen las últimas lágrimas que jamás observará en su cara. Es un pequeño triunfo y usted vuelve con alegría breve a encerrarse con la cajita de cosas que acababa de recibir. Si, usted la quiso y a veces también ella le quiso. Entonces recorre los bares que aún sobreviven a esta ciudad asquerosamente sensata y aprende a tomar grappa. Es increíble, todos alrededor tienen una historia similar a la suya. La grappa de pronto cobra sabor, no volverá nunca a tomar fernet. Ha trascendido, quizás hasta publique pequeños textos en un instagram nuevo, ahora que ya maneja el arte de la escritura y la risa comienza a volver a su cuerpo.
Creáme que la risa, al igual que el llanto, siempre vuelve. Es solamente natural unir estas dos mecánicas: la división entre ellas es meramente emocional y por tanto intangible. Observadas con suficiente distancia, son imposibles de distinguir. Dice Da Vinci: “El que ríe no se diferencia del que llora, ni en los ojos ni en la boca, ni en las mejillas…”, basta recordar cuántas veces, al oír de repente un lamento, fueron necesarios algunos segundos para terminar de decidir si se trataba de una u otra cosa. Extrañamente, lo usual es que sean considerados como movimientos opuestos.
En Filosofía de la risa y del llanto, Alfred Stern realiza una especie de contrapunto entre el llanto y la risa, analizando sus condiciones axiológicas:
Si toda risa ante lo cómico es la expresión instintiva de un juicio de valor negativo concerniente a una degradación de valores, todo llanto es la expresión instintiva de un juicio de valor positivo sobre valores amenazados, perdidos, irrealizados o irrealizables. Todo llanto se refiere a valores positivamente apreciados. (Stern, 1975)
Es decir: reír es valorar negativamente una degradación de valores, por ejemplo: el expresidente uruguayo Sanguinetti se tropieza con la tarima y los fotógrafos automáticamente utilizan sus cámaras, que a su vez sirven para tapar sus propios dientes ahora expuestos; Biden anuncia que va a describir a los Estados-Unidos-de-Norteamérica en una palabra, pero no le sale ninguna, sino una maraña de sílabas pegajosas. ¿Por qué es gracioso, al menos para algunos—inclúyaseme—, que un octogenario caiga en público o que demuestre síntomas de senilidad? Porque se degrada su valor (como humano) a un objeto de caída, una cosa esclava de las fuerzas de la mecánica clásica en el caso oriental, o a un subhumano, un hombre despojado de ciertas capacidades mentales, en caso del presidente del país de la libertad. O sea: el que ríe se insensibiliza en algún grado, no empatiza, castiga con su risa a las debilidades humanas. Que el juicio es negativo es evidente: el ahora objeto de risa se enoja al detectarla. Esto quiere decir que en los brazos abiertos de Mujica, el expresidente en pie detrás del expresidente en caída, ante la escena que desplegaba este señor de cejas intimidantes lo que había, al final y naturalmente, era empatía.
En cuanto al llanto, imagine que la desobediencia de la lengua de Biden respondiese en realidad a un ACV y que el presidente hubiese caído muerto apenas dejar el estrado. Sin duda hubiera provocado alguna lágrima, incluso en quienes reían a causa de su tartamudeo: es que ahora los valores pasaron a ser perdidos (para empezar, el valor de la vida humana). Siguiendo con esta contraposición podemos asumir que para llorar lo que se debe hacer es lo opuesto a insensibilizarse frente a esta sinergia axiológica, es decir: apiadarse, compadecerse por ese o eso que estuvo o está destinado al castigo de la risa. Aquí es clave el término piedad: esa tolerancia por los estados de la vida cercanos a cero que sentimos porque inexorablemente nuestra propia vida decae, y tendemos, al fin y al cabo, nosotros también, al origen, que es también el final. La piedad es fundamentalmente empática, y es por eso que llorar es una actividad siempre egocéntrica. Será la misma razón por la que en Persona (1966), una película con esencialmente dos mujeres que en realidad son una misma, Bergman oprime con su cámara los rostros al borde del llanto, y obliga al espectador a enfrentarse a un espejo que lo mira, que lo increpa desde otras miradas que le dicen “mirá, mirá lo que tenés vos adentro también”. Esos son los prolegómenos del llanto: la cuasi soledad absoluta y un lente vigilante rozándole la cara. “Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo” indica Cortázar en aquel famoso Manual de Instrucciones, que sin embargo ejemplifica de forma insuficiente. Se podría agregar a las alternativas de esta primera instrucción: “Termine de ver Persona y—sin desviar la mirada—apague la televisión inmediatamente (es vital no experimentar la cinta en una sala de cine). Observe su expresión en el espejo negro que ha logrado.” Claro está que si el cine del sueco, aquí recomendado, no es de su gusto, el consejo se mantiene: el efecto es ajeno al gusto, y acaso para tantos contemplarse no podrá ser más que terrible de todas maneras.
A pesar de todo esto, debe recordarse el topos que contraponía la risa de Demócrito al llanto de Heráclito a partir de un intercambio epistolar: mientras que Demócrito clama «me río del hombre, lleno de sinrazón, e incapaz de actuar con rectitud», el llanto de Heráclito se apiada del prójimo creando una moral de la compasión. Se abre aquí una vertiente moral del llanto que aboga por su carácter de construcción social y debilita la hipótesis hormonal planteada anteriormente. Sabrá usted cuál le conviene. Lo que es innegable es la influencia cultural en el llanto. No obstante la efusiva defensa occidental moderna de que el llanto es involuntario, en la literatura antropológica usted puede encontrar ejemplos de diversas culturas donde las lágrimas se derraman a voluntad y en señal de distintos mensajes, como por ejemplo el de bienvenida, o el de “estoy en campaña electoral”.
Si bien lloramos desde antes de nacer, somos la única especie que sigue haciéndolo luego de sobrevivir la niñez. Pero no entremos en relaciones interespecíficas, decidí no pensar más en ellas desde que alguien me sugirió que las aves no cantan, lloran. Esto, lo de llorar de grandes, da una veta maleable al significado del llanto. “El que no llora no mama” en el tango de Discépolo advierte de la relación llanto-recompensa. Obviemos por ahora que el llanto es la herramienta por excelencia del tanguero para justificarse a sí mismo. Siguiendo la lógica anterior, una vez dejamos de gritar por comida o cuidado materno, deberíamos entonces, estar procurando otro tipo de remedio. Podrá recordarse usted mismo en algún berrinche para conseguir una Barbie o un autito, o, más adelante, que le perdonen haberse dejado llevar a un lecho ajeno por una sola noche y bajo influencias de agentes externos que lo dejaron a merced de la vileza nocturna. Pero ¿qué es lo que buscan ganar entonces los padres del velatorio del principio? Sencillamente algo. Algo que cambie ese estado, esa intrusión del mundo exterior en su microcosmos hasta ahora ileso en el que la idea de que su hijo muera era impracticable; que los arranque de esa infantilización que han sufrido a manos del destino. Es un llanto que cabe en cualquiera de las categorías axiológicas de Stern, porque los valores son amenazados, perdidos, e irrealizables a la vez, y que cualquiera podría remitir a algún fragmento de su vida. Si usted aún no puede identificarse con esa situación no se preocupe: ya va a poder.
