Miguel Ruiz


I
Primavera


La inocencia se acabó con el sonido del puño del padre sobre la mejilla de la madre;
también con el grito del hombre cuando la puerta aplastó su brazo impulsada por la
mujer. Los superhéroes de plástico no los podían salvar como los de la tele. Los
pequeños brazos henchidos en rabia no podían con la fuerza adulta. La culpa. La
impotencia. La inutilidad. La imagen indeleble. Las palabras que se pronunciaban una
vez, pero que resonaban miles de veces en la mente en desarrollo. El mundo de los
adultos aplastó el de los niños en su caída. Y se fueron, una vez… El padre murió para
los niños. El hombre fue muerto por la mujer. La justicia lo validó con un documento.
La injusticia reinó en las pequeñas mentes. Los retoños se expandían, como podían, a
la fuerza; generar corteza, dura, áspera, lo más impenetrable posible, para cubrir la
vulnerabilidad y las ganas de un abrazo después de un gol, o de una calesita en los
brazos fuertes al llegar corriendo para tomar la merienda en el parque como los otros
niños. Las burlas. Las palabras hirientes, de nuevo, otras. La falta de hombría a una
edad donde no se sabe bien qué es eso. Un tiempo cruel. Un país sin padres, regido
por hijos usurpadores, que no les gustaba el pelo tocando el cuello de la camisa, y
muchas otras cosas más, solo porque podían. Un par de «¡vos no sos mi padre!»,
luego de muchos más, «necesito un padre, como el que tienen mis amigos». Una
madre-padre que no sabía, no entendía, no podía más de lo que ya hacía. Y mientras,
aprender en una escuela que se desalojaba cada tanto por amenaza de bomba.
Donde era una bomba sacar sobresaliente porque eras un traga, cerebrito, nerd…
Querer llorar y no poder. Querer gritar y ser mandado a callar. Querer silenciar la
expresión y que se empiece a notar. Querer crecer para poderlo encontrar y darle la
paliza que no le pudo dar por ser niño y no poder defender a la madre como «el
hombre de la casa» que ahora era. Querer una novia para ir de la mano por el patio de
la escuela y compartir la merienda en la escalera. Querer…
Crecer de esta manera. Darse cuenta de cosas que no eran para darse cuenta. Pasar
por alto otras por no entender la maldad. Despreciar la malicia por haberla visto
encarnada y temer que pueda correr por las propias venas, como el alcohol que volvía
a un hombre una mezcla de bestia y payaso, y esconder las lágrimas tras la sonrisa.


II
Verano


A partir de ahora vas a entender lo que significaba ese miedo que sentías
parado detrás de la ventana mientras pensabas que no encajabas en el mundo, justo
antes de empezar el liceo, justamente porque no conocías a nadie donde te tocó ir.
Vas a entender que para encajar hay que adaptarse. Y que es la ley de Darwin, la
supervivencia del más apto. Entenderás rápidamente que «más apto» no es el que
saca mejores calificaciones como en la escuela, y lo vas a entender con dolor, cuando
tus compañeros te dejen caer luego de tirarte seis veces al aire para festejar tu nota en
el primer escrito de historia. Vas a querer sexo de verdad en lugar de masturbarte con
revistas clandestinas, y lo vas a querer ya y mucho. Eso hasta aquella fiesta en la que
todo era sexo, droga y rock ‘n roll, porque ahí te vas a asustar por primera vez con la
manera en la que te cosificaron. Porque, recuerda, tú no tuviste padre que te hiciera
un macho y sos demasiado romántico como para coger sin sentimientos. Eso te dejará
un vacío aún más profundo y una adicción a las drogas que iniciaste para «coger de la
cabeza» y que ahora no podrás soltar por un tiempo. Se irá la chica, pero te dejará
roto, por primera vez. Pronto sabrás que eso, a esa edad, es muy perjudicial para
encajar. Será una de las piezas infinitas que te faltarán. Porque, por más esfuerzo que
hagas, no podrás ser parte de un mundo que no te acepta como ciudadano. Por eso te
fragmentarás, te adaptarás (eso dirá tu mente), en realidad copiarás a los más
populares, exitosos, hijos de puta, sin saber cómo ser un verdadero hijo de puta.
Competirás para destacar y ser aceptado. Te irá la vida en cada intento. Sacarás la
peor parte de tu interior. Lastimarás muchas personas. Eso te generará culpa y
satisfacción a partes iguales. Hasta que lastimes a la más hermosa persona que
conociste, al alma más bella, justo a la que no se lo merecía. Tendrás ahí el primer
atisbo de transformación, pero será más una crisis, la segunda crisis. Con la primera, a
los dieciocho, estarás al borde de la locura, porque descubrirás que tu madre, por la
que te peleaste más de una vez castigando a ese que sí podías pegarle, la mujer que
te parió, fue la que te robó el dinero de tu futuro, te engañó junto con un abogado para
quedarse con la herencia que tu abuelo había dejado para vos y tu hermano, pero que
consideraba propia y no de ustedes. Cuando lo descubras, tu mente estará al borde de
quebrarse, por primera vez, y sentirás que el suelo desaparece bajo tus pies.
Pensarás en irte, pero ella se encargará ―«Como agua para chocolate»― de hacerte
acordar para qué te había parido en primer término.


III
Otoño


El día que formara su familia iba a ser feliz, eso creyó, pero el destino tiene sus
propios planes y él lo que había aprendido mejor hasta ahora era amoldarse a las
circunstancias. Incluso cuando no eran favorables. Porque una vez adaptado las
amenazas desaparecían y era mejor estar en paz que perder a los que amaba. En el
fondo suponía que nadie iba a quererlo si ella lo abandonaba. Ni su propia madre lo
había querido de verdad, ¿por qué iba a arriesgar perder a la persona que sí lo
amaba? Pero la familia no llegó a consolidarse. Se quedó en dos. No creció. Tampoco
prosperó. Sobrevivió de alguna manera, pero, ¿a qué precio? Una vez más se veía
arrastrado desde afuera, sin raíces, ni timón, porque, es honesto decirlo, siempre fue
bueno obedeciendo órdenes. Desde que las consecuencias de ser un rebelde
mostraron que la soledad, como resultado final, hizo todo a su alcance por contentar.
Todos saben mejor, ese fue su lema de vida. Sus ideas giraban en torno a eso, dejar
contentos a todos. Aunque defraudó a la mayoría al casarse con «la mujer
equivocada», el quedarse solo con ella no era tan grave, después de todo, lo amaba
bien, y los que se fueron no, porque no veían su felicidad y, en cambio, veían lo que a
ellos no les gustaba. ¿De quién es la vida? Y esa pregunta lo impulsaba a cerrarse en
ese caparazón segura que era su familia, la que él eligió construir y no la que le dio la
espalda. Lo que no imaginó es que pasar tantos años dentro de esa burbuja lo
marchitaría. Tampoco se preguntó nunca si ahí se marchitó o ya venía de antes con
falta de alimento. Lo cierto es que un día su mujer le dijo que ya no podía vivir con un
muerto y fue entonces cuando se dio cuenta de que lo que sentía dentro se notaba de
afuera. Su mundo se derrumbó, de nuevo, y ya no le quedaba nada: no madre, no
hermano, no sueños, no proyectos, la muerte… Pensó que lo mejor que podía hacer
era materializar lo que llevaba dentro; un golpe más, el último, y se terminaba todo, la
lucha, el encajar, el dejar contento a todos, el renunciar a todo para ser aceptado, el
seguir echando tierra sobre la puerta del sótano en el que se había encerrado y no
recordaba cuando. Un golpe más… Intentó dar el paso, el camión venía muy rápido,
como pasaría todo, se impulsó hacia adelante y al levantar la cabeza vio los ojos del
conductor salirse de sus órbitas y negar con la cabeza. En ese segundo eterno en el
que la vida pasa por delante de los ojos, nada pasó por los de él, excepto el
pensamiento y las imágenes de la vida de aquel hombre que en un día de trabajo
como cualquier otro iba a cambiar su vida para siempre. Eso lo hizo dar el paso atrás.


IV
Invierno


Ya no me quedan hojas en el árbol. Me gustaría pensar que fui yo quien las
arrancó, pero, a esta altura del partido, debo aceptar que fue el tiempo y su devenir
natural. Muchas de esas hojas eran personas, otras fueron ideas, otras conceptos
propios y del mundo, sueños, proyectos… Sé con certeza que soy el árbol, que me
nutro de las raíces y que tengo ramas. Todo eso permanece y crece cada año, lo
demás es cambio. Hay temporadas duras, de huracanes que hacen más fuertes las
raíces; temporadas de lluvias que nutren el suelo del que me alimento; temporadas de
sequía en las que sobrevivo y temporadas de sol en las que prospero. Tiempos en los
que puedo proteger a otros y, como ahora, tiempos de vulnerabilidad… ¡Qué miedo le
tenía a mostrarme vulnerable! Somos tan frágiles en verdad, y eso nos hace fuertes.
Alguien dijo una vez que la verdadera humildad viene de reconocer y aceptar el propio
poder. ¿Qué seríamos sin todas esas cicatrices? Vasijas decoradas con polvo de oro,
honrando las imperfecciones. Sí, es verdad, solemos no verlo hasta que el invierno
desnuda las ramas y nos damos cuenta al fin que somos esto. También somos las
hojas y, sin embargo, cada primavera son nuevas. Aceptar. Eso era. Creía en el
heroísmo, en salvar a otros, para ser útil, para «ser alguien en la vida», para ser
querido. Y en ese viaje me perdí y recién ahí lo entendí, por primera vez. Mirar atrás
es contarse a uno mismo, reescribir, destacar ciertos mojones y no ver la ruta.
Reconocer que, después de todo, somos el puente entre el pasado y el futuro. Y nos
movemos siempre entre ellos sin percibirnos. Inmóviles es como de verdad somos
útiles. Quién sabe, tal vez este viejo tronco al morir sirva de tablones para hacer de
puente también para los que vendrán. Tal vez pueda quedarme a observar, parado en
el medio, lo que pasa por debajo, el horizonte lejano, las aguas en constante
movimiento, el flujo de la vida y tal vez, en otro momento, ser la madera del bote que
navega el río y sonreír desde el puente a la joven pareja que inicia su historia de
amor.
Quién sabe… ¿Quién puede saberlo? La certeza más grande es el cambio y la
muerte. Y que el árbol prospera sólo cuando las raíces son tan profundas que se
hunden en el infierno y las ramas tan altas que acarician el cielo; una vez más, el
tronco es el puente.

Cuento ganador del concurso del Instituto Evolución