Santiago Villalba

El cortejo fúnebre no era muy grande, apenas siete personas que avanzaban lentamente por las calles de San Telmo con el ataúd a cuestas, en dirección al cementerio. Ninguno de ellos podía decir que había conocido bien a Albert Graves, de hecho ninguno sabía que aquel era su verdadero nombre, solo lo conocían como don Alberto o el gringo. Pero así y todo eran sus vecinos y aunque el viejo nunca les había demostrado gran simpatía, se sentían en la obligación de hacer algo por él ahora que ya no estaba entre los vivos.

Lo había encontrado Susanita García. El hombre no le caía particularmente bien pero cada tanto se acercaba a su rancho y le ofrecía verduras de las que cosechaba en su quinta, tal vez en un intento por ablandar su carácter huraño.

Tras golpear las manos un par de veces y llamar a la puerta sin obtener respuesta, la mujer se había preocupado. Sabía que el hombre estaba en casa porque ella había pasado toda la mañana en la quinta y no lo había visto salir en ningún momento. Pensó que a lo mejor estaba sesteando, pero al volver un rato más tarde su vecino seguía sin responder. Rogelio, su marido, no le hizo ningún caso cuando le comentó su preocupación.

—Dejalo quieto, andará de mal humor y no te quiere abrir la puerta.

—Pero no lo vi salir en todo el día, Rogelio. Te digo que al hombre le pasó algo.

—No seas bicho ‘e mal agüero, mujer.

Pero ella había insistido y, cuando al anochecer seguía sin tener señales de vida de su vecino, se mandó puerta adentro en el rancho de don Alberto. Lo encontró tirado en el catre, a medio vestir, como si la parca lo hubiera sorprendido mientras se aprontaba para arrancar el día.

La noticia corrió entre los vecinos más cercanos, que se apersonaron en el rancho para constatar el fallecimiento y, aunque jamás lo admitirían, curiosear discretamente dentro de la vida de aquel hombre tan cerrado en sí mismo y del que sabían poco y nada. Nadie lloró la muerte del gringo, pero en cierta forma sentían que era su responsabilidad encargarse del entierro, así que entre un par de hombres armaron un cajón de madera mientras las mujeres terminaban de vestirlo con la ropa que encontraron por allí (por fortuna había terminado de ponerse las bombachas antes de quedar tieso sobre la cama), y decidieron que al día siguiente llevarían al gringo al cementerio para que Leopoldo Cienbueyes, el enterrador del pueblo, le diera sepultura y pudiera descansar en paz.

Ahora, mientras caminaban en procesión bajo un tibio sol de media mañana, la gente se acercaba a ellos con curiosidad, preguntando quién era el difunto y qué le había pasado.

—Don Alberto, el gringo —les respondía Susanita afectando la voz para que pareciera que realmente sentía la pérdida de su vecino—. Yo mismita lo encontré en su catre cuando le fui a llevar unos boniatos, pobre, falleció ayer de mañana.

Así la noticia se extendió por el resto del pueblo hasta llegar a la pulpería, donde un mulato describió a los allí presentes la comitiva que en aquellos momentos se dirigía al cementerio para enterrar a don Alberto. Ña Carmen, perspicaz como era, fue la única en darse cuenta del problema.

—¿Pero el gringo no era protestante? Ay, tatita, la que se va a armar donde estos atolondraos pongan a ese hombre bajo tierra. Serafín, muchacho, corré a avisarle al cura. Yo me voy derechito pal cementerio a ver si puedo frenar a esta gente.

Los encontró casi llegando a la entrada del cementerio. Llegó resoplando, agitada por la caminata y con el sudor empapándole el rostro colorado como un tomate.

—¡Paren ahí! —les gritó con el poco aliento que le quedaba— ¡Paren, carajo!

Los vecinos del gringo se detuvieron frente a la reja y observaron con sorpresa a la pulpera mientras se acercaba bamboleante y puteando por lo bajo.

—Ña Carmen, discúlpenos el apuro —le dijo Susanita, apenada, ni bien la mujer llegó junto a ellos—. De haber sabido que le tenía aprecio al gringo le habríamos mandao avisar pa que acompañara la procesión.

—Pero qué procesión ni qué nada —resopló ella, secándose el sudor de la cara con el dorso de la mano—. ¿No ven que el gringo no era católico? Cómo se les va a ocurrir traerlo acá.

Los vecinos la miraron, confundidos, y miraron atrás, al cementerio que tenían a sus espaldas.

—Pero es el cementerio, Ña Carmen, ¿dónde quiere usté que lo enterremos?

—Dios bendito, miren que son brutos ustedes.

—¡Alto ahí en el nombre de Jesucristo! —los sorprendió el grito del padre Matías, que llegaba envuelto en una nube de tierra. Se había remangado la sotana para correr más rápido y transpiraba tanto o más que la pulpera— ¿Qué piensan que están haciendo?

—Se murió el gringo, padre, lo venimos a enterrar —dijo uno de los vecinos.

—Yo misma lo encontré al finao, fíjese —intervino Susanita para llamar la atención.

—Que en paz descanse don Alberto —dijo el padre entre resoplidos mientras se hacía la señal de la cruz— pero aquí no lo pueden enterrar.

—¿Cómo que no? ¿Pa qué sirve si no un cementerio?

—Yo les dije, padre, pero no entienden —agregó Ña Carmen.

—Este hombre era protestante.

Entonces empezó la discusión. Los vecinos de don Alberto insistían en que debían enterrar al difunto y el padre Matías se esforzaba por hacerlos entender que no podían hacerlo allí. Ña Carmen se persignaba y cada tanto puteaba por lo bajo. Leopoldo Cienbueyes apareció para avisar que ya estaba pronta la tumba y los vecinos levantaron otra vez el cajón para llevarlo a su sitio. El cura se interpuso en su camino con los brazos extendidos a los costados, firmemente decidido a impedirles la entrada. No podía dejar que enterraran allí al gringo. No quería ni pensar en los problemas que le caerían encima si el obispo se enteraba de que había permitido que enterraran a un protestante en un cementerio católico. Sería su fin.

Los vecinos, por su parte, estaban decididos a terminar lo que habían empezado. Ya no lo hacían tanto por el gringo, sino porque no sabían qué otra cosa hacer con el difunto. Habían asumido la responsabilidad de enterrarlo como un gesto de consideración hacia su vecino, pero ante la oposición del cura no sabían qué hacer. Nadie quería hacerse cargo del muerto, no lo iban a enterrar en sus ranchos y tampoco podían hacerlo en el de él, no querían tenerlo cerca.

Varias personas habían escuchado el alboroto y se habían acercado a chusmear qué ocurría. Algunas comentaban entre sí por lo bajo y otras intentaban opinar y meterse en la discusión. Leopoldo Cienbueyes miraba desde una distancia prudente, sin terminar de entender cuál era el problema. Ña Carmen intervenía cada tanto, trataba de mediar entre las partes para que se aclarara el asunto sin llegar a un pleito, pero nadie la escuchaba. Hasta que en un momento, su paciencia llegó al límite y, llevándose los dedos a los labios, pegó un chiflido estridente que hizo callar a todo el mundo.

—¡Se terminó! —dijo, ahora que todas las miradas estaban puestas en ella— El padre tiene razón. Don Alberto era protestante, así que no pueden enterrarlo en un cementerio católico.

—¿Pero dónde más lo vamos a enterrar? —dijo Susanita— No lo podemos dejar ahí en el rancho, mire si después se nos aparece.

Los vecinos se hicieron la señal de la cruz, nerviosos ante la idea de que el fantasma rabioso de Albert Graves los persiguiera.

—Que yo sepa el único cementerio es este, no hay un cementerio para protestantes en San Telmo —añadió Rogelio, su marido.

—Don Alberto tuvo la oportunidad de hacerse católico —explicó el padre Matías—. Yo mismo me presenté en su casa para invitarlo a una misa y me rechazó. Él eligió morir de esta forma, él rechazó a Dios.

Los vecinos se miraron entre ellos, dubitativos. Sabían que el gringo no iba a misa, pero las palabras que acababa de pronunciar el padre Matías tenían otro peso. Rechazar a Dios era algo grave. A lo mejor el padre tenía razón y su vecino no podía ser enterrado allí. A lo mejor ni siquiera merecía que lo enterraran.

Finalmente, Susanita volvió a tomar la palabra:

—¿Qué hacemos con el cadáver?

Lo dejaron allí mismo, el cajón recostado contra el muro del cementerio, cerca de la puerta, a pocos metros del descanso eterno. Tras la discusión acalorada, a los vecinos se les había agotado la amabilidad y solo querían desligarse de aquel asunto cuanto antes. Al padre Matías no le importaba lo que hicieran con el difunto mientras no lo sepultaran en el cementerio, por lo que decidieron que, mientras se les ocurría dónde enterrar al pobre gringo, lo dejarían ahí mismo de forma provisional. Claro que era solo una excusa y nunca nadie se hizo cargo del difunto. Los vecinos se desentendieron, al padre le dio igual y Leopoldo Cienbueyes prefirió no intervenir. Todo el mundo fingió que nada había pasado y, así como el gringo había pasado a mejor vida de un día para otro, igual de rápido ellos se olvidaron del asunto.

Nadie nunca lo dijo en voz alta, pero todos se alegraron de que el muerto no largara olor a podrido. Pasaron semanas, meses y años y el cajón siguió allí, abandonado a su suerte pero en perfecto estado, como si al haberle negado sepultura también lo hubieran atado a una especie de limbo suspendido en el tiempo.

Algunas personas dijeron haber visto al fantasma del gringo alguna vez junto al muro. Se lo escuchaba silbar un vals o una milonga, a veces puteaba enojado con los gurisitos que se acercaban, curiosos, a molestarlo. De vez en cuando se aparecía para jugar con los perros de la calle o simplemente se lo veía sentado junto al muro en alguna tarde pegajosa de enero, según él porque el cajón era muy caluroso en el verano.

Así que allí terminó don Albert Graves, en su ataúd casero apoyado contra el muro del cementerio, bajo el sol, la lluvia y el viento de San Telmo, olvidado por la gente y poco a poco invadido por yuyos y enredaderas, hasta convertirse en parte del paisaje del pueblo.