Inés Garbarino
La casa está en insuperable quietud. Solo se oye el silencio del domingo. La puerta de entrada resplandece. Ha sido recientemente barnizada. Se queja un poco al abrirse como si no quisiera dejarnos entrar al zaguán. Pisos de losa verde y marrón impecablemente lavados y fríos desafían a quien quiera aventurarse sobre ellos. Las habitaciones descansan en la penumbra. Las camas están hechas. No hay pliegue que no esté exactamente perpendicular, ni almohada que no se encuentre mullida como una nube. Las sábanas limpias huelen a espuma y suavizante. En el escritorio, el borde de la silla es paralelo al borde de la mesa de roble, que alguna vez fue un árbol donde se posó un pajarito. Y cantó. Las bibliotecas huelen a libros recién comprados. El baño y la cocina están intactos, enjabonados y fregados. Los espejos parecen aperturas. La pared del corredor con su empapelado azul oscuro es noble y lisa. Las canillas plateadas se comunican emitiendo destellos. Hay una ventana entreabierta por donde entra la corriente de verano. Es tibia. Acaricia las plantas verdes y erguidas, algunas con flores rosas, blancas y amarillas. Encima de la mesa del comedor, un frutero de madera de olivo traído de Europa abraza unas manzanas rojas y crocantes. Cualquiera que las muerda sentirá caer por la comisura de su boca el jugo dulce y abundante del fruto. La cadencia de la cortina golpea a un ritmo suave el marco de la ventana como si estuviera llamando. La casa respira. Permanecerá imperturbable y serena, reposará del bullicio y se deleitará en su pureza hasta que, en algún momento, sin que ella ni nadie pueda evitarlo, se pose en su superficie la primera partícula de polvo.
