Paulo Resende dos Santos

El suelo tembló bajo los pies descalzos. Un estruendo resonó en la selva. Estaban acostumbrados a escuchar ruidos aterradores, en especial de noche, como el rugido del jaguar o el chirriar del mono, pero esto era diferente, se sentía diferente.

Balam jugaba con su hijo de un año. Se lo entregó a Yatzil, que desbarbaba el maíz con las demás mujeres, y fue con los hombres, que ya estaban colgándose al hombro los arcos y las aljabas. Se reunieron alrededor de un cesto de mimbre del que empezaron a sacar ranitas rojo oscuro, en cuyos lomos frotaron las puntas de sus flechas. Quitzé se puso al frente de los hombres y ordenó que se dividieran en dos grupos.

Antes de partir, Balam besó a su esposa y a su hijo. Su padre lo esperaba para darle una bendición, ya que irían en grupos separados.

—Tú eres Balam, el jaguar —dijo, y le puso una mano en el hombro—, hijo de cazadores y de magos. Cuando yo muera, tú serás líder de esta tribu. Hunahpú sea contigo —sentenció, y lo besó en la frente.

Balam corrió junto a su grupo y se puso a la cabeza. No importaba cuántas veces lo vieran correr, siempre se maravillaban de su agilidad. Se movía entre los árboles, entre los hombres y las rocas como el viento. Lo sentían correr a un lado, pero no lo veían. Cuando se percataron de su presencia, él ya iba adelantado.

Una serpenteante columna de humo se elevaba en lo profundo de la selva. Conforme los nativos se acercaban a su origen, la naturaleza se volvía más espesa. Las hojas de banana les fustigaba las caras y los glúteos al pasar. Allá, entre los árboles cubiertos de musgo y colonias de hongos, se veía un resplandor anaranjado. El calor se sentía en el aire. Balam esquivó a una serpiente que, en plena huida, ignoraba por completo tantos pies.

Se detuvieron en seco y contemplaron con asombro aquellas enormes planchas en las que se reflejaba el fuego. Solo en los cuellos y orejas del monarca y de sus sacerdotes se veían materiales tan brillantes. No era oro ni plata, aunque se les parecían. Había algo antinatural en su forma y en su aspecto. En medio de las dos planchas había un cuerpo tubular aún más grande. Toda la estructura parecía un ave gigantesca.

Quitzé y su grupo aparecieron al otro lado. Balam lo miró y supo que en él no hallaría respuestas. Su padre era un hombre viejo y fuerte que había estado en muchas batallas y cacerías y conocía la selva mejor que los nombres de los integrantes de su tribu, pero el temor en sus ojos revelaba que nunca había estado en presencia de algo tan grande y tan extraño.

Ambos grupos se sobresaltaron ante un nuevo ruido surgido del crepitar de las llamas. Alguien tosía. Una silueta robusta se abrió camino entre el humo, el pastizal aplastado y las afligidas magnolias. El hombre llevaba un atuendo extraño. Tenía la piel como la niebla, el pelo como el maíz, y los ojos azules, tan azules que le hacían parecer una máscara a través de la cual se podía ver el cielo.

Al verse rodeado, el hombre se puso en guardia. Miró a su alrededor con ojos amenazantes. Los nativos habían acorralado a muchas presas en el pasado, pero ninguna como esta. Aunque lo superaban en número, no sabían cómo iba a reaccionar.

—¿De dónde vienes? —Quitzé dio un paso al frente.

El hombre se giró hacia él.

Zurücktreten! —gritó.

El hombre tenía la voz grave como la de cualquiera, pero su lengua no era como ninguna que los nativos hubieran escuchado antes.

—¿Los dioses te enviaron? —preguntó Balam.

Zurücktreten! —El hombre miraba a Balam y a Quitzé de hito en hito—  Kommen Sie nicht näher!

El hombre metió la mano en su extraño abrigo. Quitzé puso la cerbatana entre los labios al ver que el hombre sacaba su propia cerbatana, negra y rígida, y le apuntaba con ella.

El cruce fue simultáneo. Quitzé escupió un puñado de espinas bañadas del mismo veneno de las puntas de flechas; del arma del hombre blanco salió un destello rojo, acompañado de una estampida ensordecedora. Los pájaros, espantados por el estruendo, abandonaron los árboles.

Con una expresión de dolor, el hombre se agarró el cuello y cayó de espaldas. Quitzé se derrumbó sobre sus rodillas y se llevó las manos al vientre. Sus ojos, negros como pluma de cuervo, miraron extrañados el agujero por el que empezaba a desangrarse, y luego al cielo. Balam acudió en su ayuda y lo rodeó con los brazos.

—Tú eres Balam… —dijo Quitzé con voz débil, y miró a su hijo.

—Yo soy Balam, el… el jaguar… hijo de cazadores y de magos.

Quitzé le puso una mano húmeda en la mejilla.

Y cerró los ojos.

Los nativos se reunieron en torno al padre y al hijo. Balam depositó con cuidado el cadáver y se levantó, furioso. El hombre blanco, que yacía a unos pasos, sonrió con deleite al ver que el joven cazador se le acercaba.

Sie kommen —dijo.

Balam no lo entendía, pero le daba igual. Ya había decidido que nada bueno podría salir de aquella boca.

El hombre apenas podía mover los dedos, a causa del veneno, pero era claro que quería volver a usar su infernal cerbatana. Balam la levantó y la soltó de inmediato; estaba caliente. La examinó desde el suelo. Lo que lo había quemado era la extensión corta parecida a una cerbatana. Por ahí salía el fuego y el ruido. La levantó por la empuñadura y la sopesó. La apuntó hacia el hombre, pero no tuvo el efecto deseado.

—Él tenía puesto el dedo ahí —señaló Maucutah.

Balam puso el dedo índice sobre el colmillo negro que colgaba dentro un anillo, en medio del arma.

Al ver que el joven cazador había comprendido el mecanismo, el hombre blanco dejó de sonreír. No había miedo en sus ojos. Sabía que iba a morir, de una u otra forma. Si el dardo no terminaba de matarlo, ellos mismos con sus lanzas, con piedras, con lo que tuvieran a mano lo iban a hacer pedazos. Sabía con quiénes estaba lidiando. Había leído sobre amerindios en la escuela y en las juventudes hitlerianas aprendió a odiarlos, al igual que a los negros, los judíos y los gitanos.

Él ya no tenía salvación, pero sus camaradas en el cielo verían el humo y llegarían para arrasar con los salvajes. Lo único que no entendía era cómo había ido a parar del otro lado del Atlántico si estaba asediando la costa de Dunkerque. Recordaba haber atravesado una nube, pronto para fulminar a cualquiera que se acercara a la playa, pero nada más. Miró de reojo el amasijo de metal retorcido que había sido su avión. Pensó en cómo llegar al radio o la pistola de bengalas. Ya era tarde, sus sentidos no respondían.

Los nativos —¿mayas, aztecas, olmecas?— lo rodearon y vio de cerca sus pieles cetrinas, sus anchas narices perforadas con aros y sus testículos colgando bajo miserables remedos de ropa. A todos los odiaba por igual. Solo uno de ellos era de temer: el que empuñaba la Walther. Pero el hombre blanco y sus compañeros ya habían acabado con polacos, franceses e ingleses, que tenían una tradición militar mucho más formidable. Un grupo de monos con pistola no debía representar un desafío. Esbozó una pálida sonrisa ante este razonamiento.

El humo se elevaba por encima de las cabezas de los indios.

Con su último aliento gritó:

Hail Hitler!

Balam tuvo que tirar con fuerza del gatillo. Detonar el arma no era tan fácil como parecía. Hasta que lo consiguió. Sus compañeros, ahora que sabían lo ruidosa que era el arma, se taparon las orejas. El hombre blanco dejó de moverse.

Balam miró con desprecio el arma y la dejó caer sobre el pecho del muerto. Volvió junto a su padre, lo levantó por las axilas y le indicó a Maucutah que lo sujetara por las piernas. Los demás iban a los lados y ofrecían los hombros para llevar el cuerpo a la aldea.

Los recibieron con una mezcla de alivio y dolor. Lloraban la muerte de Quitzé, pero abrazaban a los hombres, que volvían sanos y salvos a casa.

—¿Qué pasó? —preguntó Yatzil— ¿Qué fue todo ese ruido?

—El hombre que mató a mi padre está muerto —dijo Balam.

—¿Hombre? —dijo Maucutah— Era un demonio. Vino de Xibalba en un pájaro monstruoso, pero Balam lo envió de vuelta.

Maucutah pasó el resto de la tarde rodeado por los niños, relatando el encuentro con el terrible hombre blanco. Exageraba los detalles y agregaba comentarios como pensamientos que hubiera tenido en el momento de los hechos. Algunos hombres sonreían, otros permanecían taciturnos. Brindaron en honor a Balam y a Quitzé, que habían enfrentado al demonio.

Balam no creía que hubiera algo que festejar. Esa misma tarde comenzarían los funerales, enterrarían a su padre en su vivienda, junto a su madre, le pondrían maíz y jugos para la otra vida, y a él lo investirían con los colgantes y las prendas que lo señalaban como nuevo líder.

—¿En qué piensas? —preguntó Yatzil.

Ya era casi de noche y estaban desnudos. Hacía rato que Balam no hablaba ni respondía a sus caricias.

—En el hombre —dijo al fin—. Si es cierto que venía de Xibalba…

—Tú lo mandaste de regreso, ¿no es cierto?

—Sí, supongo, pero… —Balám sostuvo la mano de Yatzil sobre el corazón—. Cuando yo era un niño, papá me contó una leyenda: de Xibalba, el reino al que los demonios fueron expulsados por los dioses, vendrían dos hermanos, y otros dos hermanos se les enfrentarían. Mi padre no es mi hermano, lo sé, pero es mi igual, es un hombre y es un cazador. Eso, de alguna forma, nos hace hermanos. Si la leyenda es cierta, el hombre blanco debía tener a un igual a su lado.

—¿Y? ¿Qué te preocupa?

En la penumbra, Balam miró a su mujer, veteada por la luna, que se colaba por el entramado de la choza.

—Solo vimos a un demonio —dijo. Hombre y mujer se estuvieron mirando un rato.

Alguien llamó desde afuera. Cuando salió, notó que los demás miraban al cielo. Desde el mismo lugar al que habían derrotado al hombre blanco, una estrella ganaba altura. Brillaba más que ninguna y dejaba una estela rojiza en el aire. Después de un rato suspendida en el aire, se debilitó y se extinguió.

Balam vio que algo tomaba forma en el horizonte. Se alejó del resto y se trepó a un árbol. Cinco pájaros como el que había traído al hombre blanco volaban hacia él envueltos en un ruido constante y atronador.

Corrió de vuelta a la aldea, se arrodilló en la choza de su padre y, frente a la vista de su esposa y su tribu, lloró, gritó y golpeó con los puños el montículo de tierra bajo el que descansaba el antiguo líder.

Tal vez la leyenda se haya equivocado, pensó. O tal vez esto era parte de una leyenda que él no conocía.