Juan Andrés Silva Sapriza

El cielo estaba encapotado, retumbaban los truenos en el vestuario locatario del estadio Ever Flores Ortiz. Nadie podía escuchar las indicaciones finales, previas al partido, del técnico del Deportivo Miguelete. En eso, Guillermo Rigamonti, lateral izquierdo del equipo, levantó la mano para pedir la palabra.

–¿Qué pasó, Rigamonti?

–Tengo miedo, entrenador.

–¿Usted me está tomando el pelo, Rigamonti? El fútbol es para hombres, ¿cómo va a tener miedo? –gritaba con la cara roja, llena de cólera el entrenador–. Cámbiese, Alcorta. Va usted de titular.


Alcorta se tapó la cara con ambas manos, entre los dedos se le filtraban las lágrimas. Rigamonti se le acercó para abrazarlo. El equipo estaba hipersensible desde que habían caído a posiciones de descenso la
fecha anterior. Lo ayudó a cambiarse mientras el técnico terminaba la inútil charla.

–¡Vamo arriba que tenemos que salir del descenso! ¡Vamo nosotros! ¡Vamo arriba que está divino para jugar con lluvia! ¡Cancha mojada!

Los jugadores aplaudían y arengaban sin convicción. Sólo el Chino Vargas estaba motivado, capitán eterno, cinco de antes, loco por el juego de fricción, pensaba más en las patadas que podía dar deslizándose en la cancha embarrada que en tocar la pelota.

Cuando salieron por el túnel se vieron desolados por la cantidad de gente que había en las tribunas: diez personas. Nueve dirigentes y el Panza Andrade, el hincha más enfermo del equipo. Ningún hincha del equipo visitante, el Club Atlético Mar de Fondo. Apenas pusieron un pie en el campo los relámpagos cesaron y las gotas empezaron a caer lentamente como notas de piano.

–¡A ver si con la cancha mojada se motivan y hacen un gol manga de sinvergüenzas! –Andrade era el típico hincha pesimista que no faltaba a un partido.

Cada gota en el cuerpo de jueces y jugadores era una daga mínima que les calaba los huesos. Venía bravo agosto, lluvioso, ventoso, helado. La cancha prácticamente no tenía pasto de tanto daño climático. Al comienzo del partido se había desatado el temporal. El agua caía a raudales y la pelota viajaba a toda velocidad de lado a lado. Ninguno de los dos equipos presentaba argumentos futbolísticos como para llevar a cabo una idea de juego. Cuando la pelota iba por abajo no había jugador que pudiera
controlar el esférico por la velocidad con la que se deslizaba. A medida que la cancha chupaba agua la pelota pasaba de una velocidad descomunal a frenarse a cada contacto con los incipientes charcos que se iban formando. El agua chorreaba de las gastadas gradas de hormigón, de los alambrados, de los capotes de los presentes, del paraguas del entrenador, de los palos de los arcos. Los jugadores se tiraban con todo en cada pelota dividida. El partido se convertía en una matanza, para empeorar la situación el juez principal padecía de cataratas. Entre eso y la cortina de agua que caía su capacidad visual era nula. El partido era insostenible y el técnico que tanto se mofaba de su masculinidad pidió que se parara el juego, casualmente, en el momento que se le rompió el paraguas. Los dirigentes y el Panza se acercaron al alambrado. Los primeros, para pedir la postergación del partido, el segundo, para putear a los jugadores. El juez pitó para dirimir con el resto de la terna arbitral qué hacer al respecto. Después de intercambiar opiniones sobre las posibilidades de seguir el juego, incomprensiblemente para los jugadores, técnicos e hincha, los jueces dictaminaron que el partido seguiría hasta el final. El árbitro principal, incorruptible, había convencido al resto de los jueces de seguir jugando. Su deseo escondía un secreto oscuro, al día siguiente tenía una cita con una chica y aunque era un partido difícil, mantenía al menos una media ilusión de amor. Estaba convencido de que si lo suspendía iban a reprogramarlo para el día siguiente. Así que el partido se siguió jugando, la mitad de los dirigentes se fueron porque era insoportable la cantidad de agua. Los jugadores corrían entre los charcos empujando la pelota como podían. Se sucedían los golpes, los agarrones, los empellones sin que el juez cobrara nada. Promediando el final del primer tiempo, el terreno de juego se cansó de absorber tanto líquido y empezó a empantanar la cancha. Subía paulatinamente centímetro a centímetro el agua. Cada corrida, cada salto, cada trancazo hacía estallar pequeñas bombas de agua a su paso. La pelota pesaba un disparate y las camisetas de calidad nefasta se estiraban hacia abajo pegadas a los cuerpos amorfos de los jugadores. Los jugadores hacían lo imposible para hacer lo que no les salía ni en condiciones favorables hasta que se acabó la primera mitad.

El Lito, canchero, utilero y cebador de mate oficial del Deportivo Miguelete avisó a los técnicos y jugadores de ambos equipos que no se podía bajar a los vestuarios porque estaban completamente inundados. Hubo que esperar los quince minutos del entretiempo en el campo de juego. Los técnicos daban fervientes charlas con la intención de sacarse el frío más que para ordenar tácticamente los equipos. Andrade aprovechaba, desenfrenado como un animal de zoológico del otro lado del alambrado, para desacreditar entre puteadas cada indicación del entrenador. Los jueces bien pegaditos en círculo se daban calor tapados con camperas. Como estaban todos tan ensimismados en sus cuestiones nadie podía percatarse de lo que acontecía a las afueras del Ever Flores Ortiz. El arroyo Miguelete se desbordaba de tanta lluvia. Por los vértices de la cancha ingresaba el agua contaminada en pequeñas oleadas cargadas de desperdicios y basura. Rápidamente aumentaba la capa de líquido viscoso hasta llegar a los tobillos. El Panza, agitándose de sobremanera, subió varios escalones de hormigón para no quedar atrapado por el veneno. Enojado, por quién sabe qué, le gritó al juez.

–No lo termines ahora, Cuervo. A ver si en una de esas estos burros juegan mejor al waterpolo que al fútbol.

A lo que el juez antes de reanudar el juego, se acercó al técnico del Deportivo Miguelete para decirle.

–Tranquilizame a la hinchada, por favor, que no me mojen la oreja. El técnico asqueado por el roce de una bolsa a la altura de la rodilla no supo qué responder.

La pelota flotaba en lo que para el juez era el círculo central. No tenía sentido seguir con el partido pero la terna estaba emperrada en concluir el juego en los minutos reglamentarios. Así que no quedaba otra que patear-cabecear la pelota como se pudiera. El nivel de agua aumentaba a cada minuto y la cantidad de objetos y desperdicios que entraban a la cancha eran incontrolables. El agua contaminada ya les llegaba a la cintura al promediar el segundo tiempo, no tenía sentido alguno continuar así, los jugadores hacían lo que podían pero la pelota ya no obedecía pies ni cabezas, era guiada de un lado para otro por las corrientes del arroyo. Cada tanto chocaba contra una heladera o una lámpara de pie desvencijada. La oscuridad no aportaba al descalabro. No quedaba funcionario del club que encendiera las luces. Un jugador del Deportivo Miguelete aprovechó la situación para tomar una cuerda que flotaba y enganchar la pelota para poder trasladarla lo más cerca posible del arco rival. Estuvo muy cerca de hacer gol pero lo malogró un rival tirándole una bolsa de basura a la entrada del área chica. El agua les llegaba hasta el pecho a todos los jugadores. La correntada empujaba para cualquier lado a todo el mundo. El juez trataba de seguir las jugadas aferrado a una tabla podrida que utilizaba como si fuera una boya. Los jugadores nadaban detrás de la pelota alocadamente. El técnico del Deportivo Miguelete desapareció de un momento a otro, no se sabía si por una correntada o por cobarde. El técnico de Mar de Fondo, que estaba trepado a un sillón de dos cuerpos, al ver que quedaban pocos minutos para finalizar el partido mandó a todo el cuadro a colgarse del travesaño. Los jugadores del Deportivo Miguelete nadaban atrás de la pelota sin conseguir agarrarla. El último que había tocado la pelota era un jugador del equipo visitante, más por azar que por virtud, hacía diez minutos. La pelota navegaba por toda la cancha hasta que en un momento le pegó al juez de línea que estaba contra el campo en el que defendía Mar de Fondo. Trepado con una mano a un pedazo de espuma plast y con la otra levantando el banderín, cobró lateral para el Deportivo Miguelete. Dos jugadores fueron a realizar el óbol, el juez central, casi ahogado, avisó que era la última jugada del partido. Las once cabecitas, colgadas del travesaño, tapaban todo el arco rival. Un jugador le hizo caballito al otro y tomó el suficiente aire para aguantar bajo el agua.


Alcorta, encargado de lanzar el lateral, no sabía a quién tirársela. Todas las cabecitas de sus compañeros mezcladas con ramas, objetos y basura, poblaban el área. El único que aguantaba en el mediocampo, agarrado a un poste de luz era el Chino Vargas, que tenía las piernas acalambradas de tanta fricción con el agua. Como Alcorta no sabía a quién tirarle la pelota la lanzó al medio del borbollón. En el instante que la pelota iba a llegar al área apareció un cuerpo sobrehumano con un impulso titánico desde las
profundidades del agua realizando lo que a posteriori sería conocido como media ballena. Empalmando la pelota con el empeine y su cuerpo en horizontal, impactó con tal potencia que las cabecitas se hundieron de miedo por el fulminante proyectil. La pelota se clavó en el ángulo. Un verdadero golazo. Al caer el desproporcionado cuerpo nadie pudo darse cuenta, por el estallido de agua, quién había sido el autor de tan heroico gol. En las profundidades del desbordado arroyo festejaba el Panza Andrade.