Lucía Silveira Almeda

«Escribir un poema es reparar la herida fundamenta, la desgarradura. Porque todos
estamos heridos»
Alejandra Pizarnik
A veces cuesta. Sentarse frente a una pantalla, cuesta; sostener una birome en la mano y creer que por sí misma desparramará la tinta de manera coherente sobre un papel, cuesta. Escribir cuesta. Es fácil bloquearse, es fácil creer que jamás se alcanzará las palabras que una busca por más que estire y estire los brazos hasta que se le desprendan del cuerpo. A veces, las palabras están tan allá arriba y una está tan acá abajo. Una intenta convencerse de que escribe por tal o cual motivo, como si el motivo inmediatamente le brindara un don, una bolsita con palabras que simplemente deberá reorganizar.
A veces escribo en un diario. No es un diario como tal sino un cuaderno donde a veces aparecen fechas y bajo esas fechas, textos. Un texto a mi abuelo. Un par de poemas. 31 de marzo. 2 de abril. Otro par de poemas que tienen poco y ningún sentido. 31 de mayo. Nuevamente, un poema. En la entrada del 31 de marzo escribí: «Me cuesta escribir, me duele escribir; me trastornan las palabras. Ya no hay palabras correctas –tampoco incorrectas–, pero todas han sido vaciadas». Dos meses después, el 31 de mayo, repito: «¿Qué quiero hacer con las palabras que me apropio? Lo único que hago es pedirles perdón. ¿Por qué me cuesta tanto? ¿Por qué estoy bloqueada? ¿Será que me abandonaron? Me duelen las vocales, las consonantes; los infinitivos y los verbos conjugados me duelen. Me duele desparramar tinta y no poder seguirle el rastro por la página; me duele mirarme al espejo y sentir que ya no puedo, que debería renunciar, alejarme de ellas. Pero son las únicas en quienes puedo confiar».
A veces escribo, y escribo sobre no poder escribir. No he encontrado receta alguna que me libere de las cadenas del bloqueo, ni palabra que pueda consolarme en este estado. Siento que amo las palabras y que las amo mientras ellas se están yendo. Se van y se quedan tan allá arriba, mientras yo me estiro hasta desgarrarme y siento que me quedo tan acá abajo que jamás las podré alcanzar. También hay veces que, como hoy, se cae un papel del cuaderno o encuentro al final un post-it con un poema que nunca edité. En una entrevista con Martha Isabel Moia, Alejandra Pizarnik dijo: «Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En ese sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamenta, la desgarradura. Porque todos estamos heridos».
Como si escribiera
Si escribiera, ¿qué debería escribir?
¿que el océano está azul
y los barcos por partir?
¿que pasa lento el tiempo
y que la espada he de blandir?
Si escribiera, si pudiese
dos o tres letras unir,
si la tinta desplayase
¿qué falta por decir?
que los sábados son tristes
que la mañana ha sido gris
que festejan los gurises
la llegada del recreo y salir;
que las sábanas son blancas
las almohadas de marfil,
que los ojos se me atascan
y ya no puedo dormir.
Dedicación
Dedico mi vida a la soledad y al amor,
al amanecer de una esperanza vacía,
a las facturas que se apilan en la mesa de la cocina.
Dedico mi vida al sollozo y la plegaria.
Como una tonta me dedico
a las lágrimas rojas que manchan la cara,
a la sangre negra que mana
de los agujeros en la piel desgarrada.
Alienación
Ya no sé ni qué edad tengo.
Los días pasan sin retorno,
sin pausas, sin esperas,
sin avisarme si estoy más vieja.
Me perdí entre las horas:
a la noche es la mañana,
la tarde es mi madrugada.
Todo pasa, todo pasa,
no hay reloj que aguante;
ayer era primavera
y hoy caen las hojas secas.
Me perdí en los días, los meses, los años.
No sé mi edad y me olvidé cómo me llamo.
