Gerónimo Pose

“Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear.”
Roberto Bolaño
Escapándole al caballo, Mr Dematossi aterrizó como un relámpago desahuciado en la ciudad imperfecta de Montevideo. Se cambió el corte de pelo, ajustó sus delgadas piernas a un jean moldeable y se unió a una precaria banda de ladrones de autos. Abrió una cuenta de sueldos en el banco República porque para él lo primordial era tener una buena coartada. Rescató un trabajo en blanco y de cuatro horas en una barraca alejada de la zona céntrica, para tener así una empresa a la cual adherir su nombre y que esta le transfiera el sueldo todos los 7 de cada mes y de esta forma mantener la cuenta abierta y que no sea cerrada por inactividad.
El banco captó su atención, una vez fue a realizar una denuncia por pérdida de la tarjeta de débito. Le recordaba a su infancia en Moscú, lugar donde vivió ya que su padre era canciller. Aquella ciudad no es ningún secreto, epicentro de la arquitectura brutalista. Brutalista era el banco, pensaba mientras aguardaba a que en la pantalla salte el número que tenía anotado con tinta en la mano, no por su porte de grandiosa magnitud, sino que por aportar esa sensación y aire que obliga al ser humano a percibirse como una pequeñez. Como un bicho sin pradera. Si fuera por aspectos técnicos, el brutalismo aplicaba materiales que el banco no tenía en su estructura, principalmente la capa gruesa y visible de cemento. El banco ubicado sobre la avenida principal no era precisamente brutalista, idiotas, se decía a sí mismo Mr Dematossi entre risas ahogadas y brazos cruzados.
La leyenda cuenta que aquella noche hubo trabajo que hacer. Se reunieron en una pizzería de iluminación inconsistente y de grasa por todas las paredes.
-Ruso, ¿vos sabes arrancar un motor sin la llave?
-Sí, claro
-¿y el de una moto?
-Sí, también, quiebro el manubrio y meto mano en los circuitos y chau, me la llevé sin ni siquiera tener que abrir la cajuela.
No andaban calzados. Y eso era un problema. Deambularían desprotegidos por la ciudad. Esto en parte lo hacían en caso de que, si los agarraban los milicos y los llevaban a fiscalía, no se irían a comer tantos años metidos adentro. El poder ejecutivo en colaboración con el ministro del interior, habían declarado libertad total en el accionar policial a la hora de enfrentar cualquier crimen, de cualquier índole. El abatimiento era moneda corriente y a ningún ladrón de oficio se le caía una nueva idea sobre cómo afrontar esto. La pandemia había endurecido las calles. Toda la ciudadanía tenía historias sobre armas apuntadas a sus cabezas, cuchillos apoyados en el abdomen e incluso pinchazos al resistirse a un robo.
El mercado negro se enriquecía con estas medidas, pero también aumentaban las muertes de los compañeros y colegas del rubro, desde ese lado también todos conocían a personas muertas a manos de los milicos, en el campo asfaltado, donde siempre transcurrían conflictos. A esta altura, era una guerra entre los cerdos y los peces.
Mr Dematossi no tenía lugar donde quedarse. Por las mañanas trabajaba en la barraca, supervisando a los empleados. Una tarea fácil, todos se sentían intimidados por sus rasgos recios y pálidos. Las pérdidas del negocio se habían balanceado y esto apuntaba a que ninguno de los obreros estaba robando en su presencia Presumía de una gran altura, una mirada helada casi que homicida y la sonrisa estoica que de vez en cuando demostraba para infiltrarse entre los empleados ofreciendo un poco de simpatía. Por las tardes conocía los barrios y los rincones de la ciudad, siempre buscando un nuevo hecho al cual sumergirse. Casi siempre tenía éxito cuando abordaba a una mujer, conocer la arquitectura y la decoración interior de los apartamentos le parecía más fascinante que el sexo.
Robarían una serie de autos estacionados en fila en el Barrio sur. Eran cuatro, el negro Ian, Martín, Mr Dematossi e Ignacio al que apodaban como galgo por su cuello siempre erguido, aunque poco se pareciese este al de algún animal. Tenían las herramientas, mechadas de una ferretería. Se acercarían a la zona del hecho caminando y luego escaparían cada uno en uno de los autos. Un Volkswagen Up, un Chevrolet Corsa, una Citroën Picasso y por último el auto predilecto por los transas montevideanos, un Bora. Mr Dematossi abordó el Up, quebrando la ventana del conductor de un codazo estridente que no le generó dolor, era un experto. El resto de la cuadrilla optó por destrabar las puertas con la ayuda de una palanca haciendo fuerza en el burlete que está entre el filo de la ventana y la puerta. Entraron casi que en simultáneo al asiento. Quebraron la cajita debajo del volante y se pusieron a manipular los cables que llovieron del compartimento. El silencio de la cuadra era delator. Un vecino se asomó al balcón al escuchar el grito espantado de los vidrios al ser molidos por el codo ruso de Mr Dematossi. La policía ya estaría alertada y el móvil patrullando de turno se acercaría en cualquier instante. El negro Ian temblaba y ni darle besos a la petaca de Cimarrón le invitaba a calmarse. Chocaba las puntas de los cables buscando que salte la chispa mágica y obligue al motor). Todos lo habían conseguido, faltaba el negro y como habían decidido al momento de planear el asalto, ninguno arrancaba hasta que todos estuviesen prontos. Las manos sudaban y estaban blandas, no lograban endurecerse ni concentrarse. Sangraban la punta de sus dedos por la intensidad ineficaz en la manipulación de los cables. Galgo dio un ahogado bocinazo de atención y a esto le siguió la mirada penetrante de Mr Dematossi hacia el Bora habitado por el negro Ian. Un patrullero se aproximaba sigilosamente desde la otra cuadra, con las sirenas y las luces apagadas e intentando ocultar el desplazamiento sobre el asfalto en un ambiente silencioso y tenso que se alcanzaba a respirar.
Mr Dematossi es el primero en verlo, la posición de los ojos de los dos oficiales a cargo del vehículo, como presas que abren una heladera en los instantes previos a toparse con que esta está vacía. Ve que ya están arruinados, que no habría una escapatoria. Abre la puerta y coloca su mano derecha en la cintura, esperando que estos reaccionen con una lluvia de disparos de Glock y que ninguno impacte a sus compañeros. Sería estúpido de parte de un ladrón tan curtido como el señor Dematossi ir a un robo sin «la morocha» como la llamaban los amigos. Desenfundó el revólver de caño corto y no atinó a apuntar, simplemente gatilló de ojos cerrados, deseando que no sea su último movimiento antes de morir. Los policías frenaron y descendieron del móvil, poniéndose a resguardo cada uno en una fila de autos. El negro Ian abrió la puerta y salió corriendo por la esquina, perdiéndose de vista. Dematossi alcanzó a putearlo y luego se escondió en la parte trasera del Up, siendo rápidamente acompañado por Galgo y Martín. No hablaron. Dedicaron sus fuerzas a escuchar el paso de los policías, asesinando las hojas muertas del otoño. Sus respiraciones de fumadores al borde de ser diagnosticadas como epoc, el olor a sudor a causa de cargar esos chalecos pesados e inmundos durante más de 8 horas a sus espaldas, tras el plástico y el metal que componen el esqueleto del Volkswagen Up, pintado de rojo oscuro, cuadrado e inerte sobre la calle, una calle cualquiera del Barrio sur montevideano.
