Inés Garbarino

Un buen día Gregorio empezó a tomar fotos. Primero eran al azar, a lo que pasara frente a sus ojos. Luego se especializó, fue acotando el zoom de sus intereses y se enfocó en ellos.

Leila, su colega de toda la vida, había accedido a salir con él. Algo breve y al aire libre, había exigido. Entonces habían ido a tomar un café a la esquina de la empresa, a la salida, exactamente a las cinco y cuarto de un viernes de verano.

Sentados en una mesa de afuera, vieron pasar autos y ómnibus que dejaban atrás su estela de humo. Era una tarde agitada en el centro de Montevideo. Tras terminar su café, Gregorio le preguntó a Leila si podía fotografiarla. Ella se puso seria al principio, y dijo que no. Pero Gregorio no quería irse de allí sin su foto, y sacó de su bolso la cámara, pensando que quizá, seduciéndola con el objeto, podría convencerla.

Leila se sintió intrigada por aquel extraño aparato. Era una Canon AE-1 reflex para películas de 35 mm. Gregorio se la dio y ella sintió todo el peso de la caja negra y fría en sus manos. La dio vuelta varias veces y al no encontrarle la pantalla, le preguntó a Gregorio dónde estaba.


一No tiene, dijo sonriendo. Las fotos quedan impresas en una película, que después se revela.


一Qué interesante, observó Leila.


A las ocho y media seguían en el café y Gregorio apuntaba a Leila con su lente, de un ángulo y de otro, y se oía el ruido del obturador abriéndose y cerrándose en el instante en que Leila quedaba para siempre atrapada en la oscuridad de la caja de Gregorio. De golpe Leila se sobresaltó y emitió un gemido señalando el piso. Una cucaracha se había estacionado entre los pies de Gregorio. Era grande y brillaba bajo la luz de neón. Gregorio se acercó a mirarla y vio cómo movía lentamente las antenas. Dirigió su cámara hacia ella y empezó a sacarle fotos frente a una Leila asombrada que fruncía el ceño al otro lado de la mesa. La cucaracha permanecía inmóvil y ahora movía las antenas con ritmo, como si estuviera posando. Gregorio sacó una foto, otra, y otra más, y cuando terminó, dejó la cámara arriba de la mesa,
inhaló, y de un golpe seco la aplastó con el talón.

Esa noche, Leila tuvo una pesadilla. Soñó que corría por un laberinto. No veía nada y para avanzar solo podía guiarse por el tacto. Una pared rugosa le lastimaba la punta de los dedos. De pronto, percibía un borde: ¿era la salida? No. Daba un paso adelante y se topaba de nuevo con otra pared, que seguía tanteando hasta dar con más paredes. Sentía su corazón acelerado y en el silencio del laberinto lo escuchaba golpear en el pecho como una cuenta regresiva. Empezó a desesperarse. Dónde estoy. Por qué no se ve nada. Oyó ruidos, un murmullo encima de ella; levantó la mirada y se despertó. El camisón pegado al cuerpo, empapado, marcaba los contornos de su delgada figura. Se levantó confundida y se fue a bañar.

Terminó el verano y pasó el otoño. Leila y Gregorio siguieron viéndose en el café de vez en cuando, él fotografiando, ella posando. Hablaban poco y Leila sentía que a pesar del tiempo, Gregorio seguía siendo un desconocido. Una tarde, ya entrado el invierno, Gregorio la abordó en la oficina y la invitó a salir, esta vez, al parque. Quería fotografiarla en otro lugar. A ella no le había gustado alejarse del centro, pero él había insistido y su firmeza había terminado por ganarle. 一Sos muy hermosa, había afirmado. Leila había agachado la cabeza sonrojándose. Nunca le habían dicho eso.

Esta vez se soltó un poco más. Seguía las instrucciones de Gregorio, que le decía que mirara aquí y allá, que se sacara el buzo, que se desatara el pelo. Leila obedecía. A veces se distraía mirándolo. Habían empezado a atraerle sus gestos decididos, la seriedad que aplicaba a cada movimiento. Se imaginó contándole a su madre que había conocido a alguien. Mientras tanto, Gregorio se movía a su alrededor, apoyaba una rodilla y sacaba una foto, se levantaba, sacaba una desde arriba, se acostaba y sacaba desde abajo. No apartaba la cámara de su rostro en ningún momento. Leila, ya embriagada por tanta atención, empezaba a confundir cámara y fotógrafo; Gregorio era un punto negro que revoloteaba a su alrededor. Leila sonreía con los ojos entrecerrados.

一Vamos a casa, dijo Gregorio cuando terminó.

Leila abrió los ojos del todo. Las palabras de Gregorio la sacudieron y sintió que era expulsada del estado de plenitud en que se encontraba un instante antes. 一No…, balbuceó. Gregorio miró a un costado. Pasaba una muchacha de uniforme liceal y mochila. Iba cantando y bailando; parecía avanzar flotando sobre el pasto. Leila esperó que Gregorio volviera la mirada hacia ella. Esto no sucedió.

一De acuerdo, dijo. Vamos.

Era un apartamento al fondo de un pasillo largo y oscuro. Aunque el ancho del pasillo era suficiente para caminar lado a lado, Gregorio había tomado la delantera y avanzaba con rapidez. Leila lo seguía rozando la pared con la punta de sus dedos. Al fin Gregorio se detuvo frente a una puerta y la abrió. Entró primero y fue directo a depositar el bolso de la cámara en la única mesa que había en el monoambiente. Frente a la mesa, una cama doble, destendida. En la pileta de la cocina, platos apilados y sucios abandonados a su suerte. Leila vio una cucaracha sobre la mesada.

一Qué feo, dijo, no tener otra opción que ser una cucaracha.

一¿Qué?, preguntó Gregorio mientras sacaba la cámara del bolso. No entendí.

一Nada, murmuró Leila.

一Bueno, dijo él, apurado. Sentate en la cama.

Leila no se movió. Estaba junto a la puerta.

一Trabajamos treinta años en la misma oficina, dijo, y la primera vez que me hablaste fue para invitarme a salir.

一No soy muy hablador. Sentate. Gregorio apuntaba la cama con la cámara.

一Pero ¿siempre te gusté? Leila se había animado a hacer esa pregunta con voz temblorosa.

Gregorio no podía saber que nunca antes la habían invitado a salir. Estaba emocionada. Quizá sea él. Sí. Al fin me tenía que suceder. Mamá me lo ha dicho mil veces. Al fin me tenía que suceder. Pero ¿por qué no me besa? Y mientras se perdía en sus pensamientos, elevándose al estado de plenitud que había alcanzado en el parque, Gregorio la agarró del brazo y la condujo a la cama, donde la sentó y le corrió un mechón de pelo de la cara. Del techo colgaba una bombilla blanca y desnuda.

Gregorio hizo unas cuantas fotos desde varios ángulos de la cama. Leila obedecía y soportaba, mirando a su alrededor. Esperaba el beso. La cucaracha ya no estaba en la mesada. Después de unos quince minutos, Gregorio le dijo: 一Ahora vamos a probar otra cosa. Se acercó a la pared, inhaló, y de un gesto rápido apagó la luz.