Ana Paula Tabarez

Leo muy rápido para olvidarme de que aquello que estoy leyendo no existe.


Cómo siempre, la mejor manera de avanzar en un sueño tímido es leer corriendo en una avenida cualquiera.


Me cruzo con un hombre que me inyecta su imagen en el fondo de la memoria, es tan seductor como frío. Me habla como jugando con las palabras, las usa tontamente, igual que yo. Igual que yo ahora. Ahora y siempre. Porque para mí, las palabras tampoco tienen que existir en un mundo donde el lenguaje está tan muerto como la tristeza.


El hombre me sigue, decide que ir caminando a la par mientras yo leo es prudente. Pero la verdad que me amenaza con su silencio que arruga como un poeta arruga sus versos hasta el suicidio. (Como el poeta que de sus pasos sarcásticos nace)


Sabe quién soy, yo sé quién es él. Cuando lo leo, a pesar del sacrificio, siento toda la dulzura del mundo. Porque Juan Gelman es el hombre en dónde la arena consigue agarrar a la desdicha por el cuello y decirle que ese domingo en el sur solo la amaba a ella.


Quiero correr. Corro tan pesadamente que se parece a un amor desesperado. Se me coagulan todos los órganos, toda la angustia. El calor sube como un calambre cuando leo: ‘La memoria le andaba como un reloj con rabia’


Y si el fantasma de aquel señor había quedado en mí era porque los poetas son todos olvidados.


Que significa un enamorado / que significa un enamorado ausente / que significa un enamorado muerto / que significa un enamorado de un muro / que significa la mujer desnuda iluminada de un enamorado / que significa el dolor

Me sigue como una pólvora vencida y me susurra: un reloj ha dejado de comer, de dormir, de hacer suyo el movimiento. Nos mueven agujas del tamaño de un paladar.


Sin respirar me arrastro a los rincones amenazados por la oscuridad dónde la apaciguada melancolía comparte el tiempo con los dientes fruncidos, el frío paulatino del fracaso, la lluvia en Buenos Aires que humedece las paredes.


Ah. Buenos Aires (decía el, que también había saltado el muro de las dictaduras y en un México compacto había ido a parar). Corría por una avenida mientras un hombre me gritaba, ese hombre y yo jugábamos a convertirnos simultáneamente en algo parecido a la sangre. Lo odiaba por robusto, entero, asqueado, porque él era todo lo que un sonámbulo no podía ser.


Todo lo que yo leía pecaba de un erotismo ambiguo. Si la poesía protestaba contra la intimidad, a mí me tocaba correr por un mundo lleno de gente tosca y aburrida. Si yo no puedo soñar sin sudar, sin gritarme apenas que la luna cae como una muerta entonces la poesía puede ser todo lo que en lo íntimo no nos da vergüenza.

Todo esto aquí narrado es un testimonio del mundo en el que me ha puesto Juan Gelman con su ternura poética, con su apaciguado rencor al terror y por supuesto, la búsqueda del amor y el erotismo en una sociedad abandonada por el color. En la dictadura, la intimidad era un espacio chiquito en la que quizás cabía una escalera para poder dormir. La escalera donde poder apoyar la cabeza en el medio de los muertos para Juan era la poesía.

Porque queda demostrado que si algo es nuestro, aparte de la democracia y la libertad, es la poesía como el lugar en dónde sentirme desgarrado es una certeza cálida, sagaz.