Nancy Ghan

All I ever wanted
All I ever needed
Is here, in my arms
Depeche mode, “Enjoy the silence”
Aunque estaba amordazado, los vecinos escucharon y al poco rato alguien golpeaba la puerta del departamento. No fue un alarido agudísimo y desgarrado (como el de la primera vez), pero las paredes son finas y la privacidad poca (como en todos los departamentos modernos). Respiré hondo, me incorporé, alisé mi ropa y mi pelo, y caminé hacia la puerta. Abrí sin retirar la cadena y dije “buenas noches” a la mujer que estaba allí parada. Era la mujer del departamento de al lado, a quien pocas veces he visto (aunque he sabido ser partícipe, por el asunto del grosor de las paredes, de numerosos episodios de su vida familiar). La mujer me miró con desconfianza, me dijo que había escuchado un ruido extraño, como un gruñido. Me preguntó si había pasado algo, si estaba bien, si necesitaba ayuda. Noté cómo al mismo tiempo intentaba atisbar el interior del departamento. Contesté que no, que todo estaba bien. Le agradecí, le sonreí, y cerré la puerta. Luego volví con él, volví al dormitorio. Tomé las gasas ensangrentadas y le di otras, limpias. Y me tendí a su lado, abrazándolo.
La tarde que lo conocí, yo me ahogaba en un libro cuyo título y autor ya no recuerdo. Se acercó para decirme que la biblioteca estaba por cerrar. Concentrada como estaba en intentar entender lo que leía, había perdido la noción del tiempo. Descubrí, al levantar la vista, que yo era la única persona en la sala (además de él, claro). Quizás no fuera el hombre más atractivo con el que me crucé, pero había algo especial en él, en su aspecto melancólico; algo en él me produjo un embeleso que en ese momento no supe explicarme y atribuí a lo mucho que quería conocer a alguien (ahora entiendo que, sin perjuicio de ello, así opera la sensualidad turbia de lo misterioso; entiendo lo profundamente erógeno que puede resultar alguien que parece indescifrable). Ese verano visité la biblioteca casi todos los días, siempre en el mismo horario: el horario en el que sabía que él estaba allí. Si bien el motivo de mis frecuentes visitas no era él sino un examen que había perdido ya dos veces, su presencia era un aditivo que alivianaba en gran medida mis horas en la sala de lectura. Intentaba iniciar conversaciones con él al retirar los libros o al devolverlos, pero no lograba los resultados que esperaba: él contestaba cortés y conciso, apenas eso. “No te gusta mucho hablar, ¿no? Qué raro, pensé que por estar tantas horas en este lugar tan silencioso querrías conversar aunque sea un poco con alguien”, le dije una de aquellas tardes. Él respondió diciendo: “me gusta el silencio”. Y nada más. Sonrió y se dio la vuelta para guardar los libros que yo acababa de entregarle.
Pasó el verano, dejé de ir a la biblioteca, y una tarde de mediados de otoño me crucé con él por la calle. Al acercarme lo saludé y le conté que había vuelto a perder el examen. Lo vi llevar las manos hacia sus orejas y sacarse unos tapones de espuma amarillos. Me dijo “perdón, no te escuché”. Un rato después sabría, porque caminamos juntos por algunas cuadras, que usaba siempre tapones para los oídos cuando estaba en la calle. “Soy muy sensible a los ruidos”, dijo cuando le pregunté por qué lo hacía. La caminata, aunque breve, fue bastante más larga que la conversación. Él, aún fuera de la biblioteca, escatimaba al máximo las palabras. Noté además que no hacía preguntas, se limitaba a responder las mías. Aunque era fácil interpretar todo eso como falta de interés, al despedirnos le di mi número de teléfono. Para mi sorpresa, comenzó a enviarme mensajes casi de inmediato. Durante días mantuvimos conversaciones que eran, por mucho, las mejores conversaciones que yo había tenido hasta ese momento. Horas de mensajes. En medio de una de esas conversaciones se me ocurrió mandarle una canción que creí que podría gustarle. Respondió tajante: “no me gusta la música”. “¿Cómo puede no gustarte la música? ¿No te gusta esa música o la música en general?”, le pregunté. “La música me duele”, fue todo lo que agregó antes de cambiar de tema. Poco después entendería que se refería a un dolor real, no metafórico. No era un dolor del alma sino un dolor absolutamente físico el que él sentía al escuchar música. Y no sólo música: cualquier sonido le provocaba dolor, más fuerte o más débil según su intensidad.
−Se llama hiperacusia.
−Nunca oí hablar de eso. ¿Qué es?
−Percibo los sonidos con una intensidad mucho mayor que las personas normales. Mi umbral de discomfort auditivo es más bajo. Bastante más bajo. Para la mayoría de las personas está a ochenta o noventa decibeles encima del umbral auditivo. Para mí, a menos de un tercio de eso. Yo percibo un susurro (algo menos de treinta decibeles), casi como si fuera un grito (que son unos noventa decibeles).
Cuando hablaba, entre cada oración –o en mitad de ella, si es que era muy larga- él solía detenerse unos segundos. Respiraba y luego seguía. Eran pausas necesarias para recuperarse del dolor que sentía por el sólo hecho de oír su propia voz; esa voz que para mí era tan suave y agradable y que para él era una molestia que siempre que podía intentaba evitar.
−¿Y es de nacimiento?
−No. Empezó en la adolescencia.
−¿Se sabe a qué se debe, qué es lo que la provoca?
−No. Me estudiaron, me hicieron muchos estudios, pero no. No encontraron explicación para mi caso. Tampoco han encontrado un tratamiento efectivo. Hace unos años me hablaron de algo que se llama “desensibilización acústica”. Se basa en la reintroducción progresiva de sonido. También le dicen terapia de reentrenamiento. Probé, tenía esperanzas, pero no funcionó. Lo mismo pasó con los generadores de ruido blanco. En algunos pacientes dan buenos resultados. Tampoco funcionó el ruido rosa. Ni el rojo, ni el marrón. ¿Por qué te reís?
−Ruido rosa, rojo, marrón… ¿Eso en serio existe?
−Sí, existe. Todos los ruidos tienen una frecuencia. Por ende, tienen un color asociado. Pero en mi mundo todo es ruido azul o violeta. Y a muy alto volumen.
−Pero, ¿hay algo que puedas hacer, algo para sentirte mejor?
−Sí. Tomar antidepresivos. Y todo lo demás que hago, lo que ya has visto.
Lo decía mientras bebíamos una cerveza en vasos de plástico, sentados en el sillón de su departamento; se refería a los tapones de espuma y a todo lo que había podido descubrir en su casa. Al entrar allí me encontré con habitaciones cuyos techos y paredes estaban completamente recubiertos con placas de espuma acústica, y los pisos, todos ellos (incluidos el del baño y el de la cocina) estaban cubiertos por alfombras gruesísimas. La tabla de cada una de las mesas tenía adherido un paño de fieltro de sus mismas medidas. Puertas y ventanas tenían burletes adhesivos en sus perímetros. Las ventanas, además, contaban con persianas que según me dijo permanecían siempre bajas (“si tuviera ventanas con doble vidrio quizás no sería necesario”, comentó). Sumado a ello, estaban cubiertas por dos capas de cortinas de una tela pesada y muy tupida (“me gustaría tener alguna planta, me encantan las plantas, pero sin sol es imposible”, dijo mientras yo tocaba la tela y comprobaba en ella el espesor que sospechaba). No había televisor ni equipo de música. Supe, porque él luego me lo diría, que también carecía de otros electrodomésticos comunes en toda casa “moderna”: en su departamento no había ni aspiradora, ni licuadora, ni lavarropas. Tuvimos sexo al terminarse la botella de cerveza. Me tapó la boca con su mano. En las siguientes ocasiones, con mayor confianza, serían otras las formas en que sofocaría mis gemidos (por alguna razón, sobre la que hasta ahora no le he preguntado, él prefería no colocarse los tapones en esos momentos).
Él necesitaba silencio y me lo hizo saber desde el principio, aún antes de confesarme el motivo. Yo estaba advertida. Habituada desde siempre a espacios poblados de conversaciones, motores, ladridos y tantos otros, aprendí a compartir el silencio con él y llegué a entender cuánto mejor podía ser vivir en ese estado. Me fui acostumbrando a los larguísimos minutos sin palabras, a la cancelación de todo sonido. Fui dejando de sentir la ansiedad de llenar el aire con una conversación o con música. La incomodidad, que admito haber sentido al principio, poco a poco fue desapareciendo, al punto que todo aquello se hizo natural para mí. Sin embargo, no imaginé que, a medida que nuestra relación avanzara, los silencios se harían cada vez más prolongados; que llegaríamos a un mutismo cómplice que ejercíamos a solas y, cada vez más, también en público. Pero todo fue dándose y yo no me oponía. Por supuesto, estaba muy lejos de sospechar qué era lo que él estaba buscando, a dónde nos llevaría aquel derrotero. No fue hasta que se hubo establecido una confianza de cierta solidez entre nosotros que supe cuáles eran sus intenciones.
Cuando llevábamos casi seis meses juntos, hubo una interrupción en el silencio que era ya característico de nuestro vínculo; una interrupción que él consideró necesaria para que tuviera lugar la conversación que cambiaría las cosas de manera definitiva. Me dijo que, aunque me agradecía por la forma en que me había adaptado a su situación y todas las cosas que había modificado de mis hábitos para poder acompañarlo, no podía seguir privándome del sonido, sabía que a la larga yo me cansaría. Me dijo que no quería perderme, que de verdad le gustaba mucho y no sólo porque era la única que había permanecido tanto tiempo. Dijo también que aunque yo estuviera dispuesta a mantenerme para siempre silenciosa, no había forma de que el mundo también lo hiciera. Los tapones y todas las otras medidas ciertamente ayudaban, pero no eran del todo efectivos. Apenas reducían un poco su padecimiento. Estaba cansado de vivir como vivía y creía que la salida era única y bastante obvia. Creía que lo que debía hacer era silenciarnos a todos, pero de manera drástica y definitiva: debía anular para siempre sus oídos.
¿Qué si no intenté disuadirlo? ¿Con qué derecho alguien induciría a cambiar de opinión a una persona que desea con toda su alma vivir mejor, vivir en un mundo más agradable? Porque en definitiva era eso lo que él quería, simplemente eso. ¿Y qué hay de malo en ese deseo? Dudo de mi certeza, y creo que es lo más sincero que cualquiera podría decir a este respecto, pero son varias las cosas que jamás haría por él. No obstante, ésa no estaba incluida en la lista y no encontré –ni encuentro- motivo alguno para que lo estuviera.
La primera vez fue en su departamento. Un tiempo antes me había mostrado la caja. Era una caja negra, rectangular, hecha de cartón duro.
−La caja negra. Como la de los aviones−dije al verla.
−Sí, tiene algo en común con ésas: se quedará con todas las conversaciones.
La caja contenía unas largas agujas plateadas que terminaban en un rombo plano. Las tenía desde hacía un par de años, cuando se le ocurrió el plan y aún creía que él mismo podría ejecutarlo. Lo intentó, pero no lo logró. Consideró la morfina, una dosis fuerte, pero le daba mucho miedo pasarse y él no quería morir sino todo lo contrario: quería vivir mejor (además, aunque creyó que sería fácil, no encontró forma de conseguirla sin despertar sospechas). Entonces pensó que debía buscar a alguien que se atreviera a hacerlo. Pensó en ofrecer dinero, pero no encontraba a quién proponerle el negocio (dada su condición tendía a aislarse, no tenía amigos, y sabía que nadie de su familia estaría dispuesto a hacer lo que él quería que le hicieran; tampoco lograba juntar el valor para planteárselo a un extraño). Estaba en medio de esas tribulaciones cuando aparecí yo, demostrándole con cada uno de mis actos no sólo comprensión sino también una docilidad que parecía indoblegable (nunca supe amar de otra forma). Estaba claro que podía llegar a darle mucho más que otras. Tanto, que quizás podía ser esa persona que él estaba buscando: la persona que se atreviera a perforar sus tímpanos e inutilizarlos definitivamente. Y eso fui, después de bebernos dos botellas de vino, una noche de finales del invierno. Él, tendido en la cama, de lado; yo, sentada sobre él, con una de mis manos sujetándole con fuerza la cabeza y la otra empuñando una de las agujas, tratando de concentrarme en lo que habíamos acordado: empezar introduciendo un poco la aguja y retirándola, varias veces (él no sabría cuántas), luego hundirla, llevarla bien adentro en un movimiento rápido y firme. Punzar y mover hacia los lados, destruir, no sólo perforar; ignorar su reacción, no detenerme. Pero ante su alarido agudísimo y desgarrado y las lágrimas que le brotaron de inmediato, me detuve. No pude hacer más. Le dije que no podía seguir, que si de eso dependía nuestra relación, entonces lo aceptaba: debíamos terminar. Cuando pudo incorporarse, tambaleando y con un hilo de sangre escurriendo desde su oreja derecha, me acompañó hasta la puerta.
Hoy, tres semanas después, apareció en mi departamento sin aviso. Me contó que tras una infección que había dejado avanzar unos cuantos días soportando el dolor como pudo, un médico le había confirmado que había perdido la audición en el oído derecho; que si la infección no hubiera avanzado tanto quizás se podría reparar el tímpano, pero ya era tarde para eso. Hubo un breve silencio y luego abrió su mochila y sacó de ella la caja negra. La apoyó sobre mi mesa, me miró a los ojos, me tomó una mano. Me sonrió. Y yo lo había extrañado tanto…
